UN JUEGO DE SALÓN
(Lorena Castillo Dualde, 1º Historia del Arte)
Bienvenidos a la plaza, un espacio de juegos para niños y
niñas, se les ve felices, despreocupados, disfrutando del sol con sus amigos,
se están tomando fotos, todos sonríen. Es una plaza preciosa, una plaza que más
adelante quedará vacía, sin vida, los pequeños ya no salen en las fotografías,
su felicidad en la plaza se ve empañada, comienzan otros tiempos, otros modos
de vida, de consumismo, de desorden social y confusión, características de la
vida moderna.
Con cerca de 300 obras, la exposición “Playgrounds: Reinventar la plaza” plantea otra historia del arte,
que va desde finales del siglo XIX hasta la actualidad, en la que la obra se
utiliza como elemento de redefinición del espacio público, explorando la ciudad
como campo de juegos, reinventando la plaza como el lugar de la revuelta del
homo ludens y descubriendo las posibilidades de un nuevo mundo a partir de sus
desechos.
Como ya hemos apuntado anteriormente, la exposición arranca
a mediados del siglo XIX, cuando se inicia un proceso de cambio, de conversión
del tiempo libre en tiempo de consumo. Un proceso que puso en crisis el
concepto de espacio público, el cual paso a ser concebido no solamente como un
elemento sobre el que el poder político debe ejercer un control, sino también
del que se puede obtener un beneficio económico. Las ciudades se convierten en
objetos de planificación racional y utilitaria, y desde el ámbito
arquitectónico se redefine y dota de nuevos valores al espacio de juego. En
este contexto, este espacio de juego se convierte en el motor para la
transformación de la ciudad, convertida en un enorme playground, como contrapunto la noción de ciudadano que está
inmerso en una red urbana con el único objetivo de lograr la máxima
productividad. Asimismo, la exposición también hace una crítica a los intentos
de normalización del espacio de juego y del ánimo lúdico, así como su instrumentalización
por intereses surgidos dentro de esa modernidad de comienzos del XX. La
reivindicación de la actitud anti-productiva y a favor del juego, así como del
derecho a la pereza y a no hacer nada, frente a la hiperactividad de nuestra
era, se encuentra en el trasfondo de muchas de las obras presentes en esta
exposición. Asimismo, las manifestaciones ciudadanas y los disturbios
callejeros de finales de los años 60 y 70, como el punk y las huelgas, reivindicarán
la ciudad como playground para el
homo ludens.
Podríamos decir que este playground
parte de un doble supuesto, por un lado, la tradición carnavalesca que nos
muestra que existe la posibilidad de subvertir y transcender, aunque sea
temporal, el orden establecido. Por otro lado, el imaginario utópico, que ha tenido
dos constantes esenciales. Por una parte la reivindicación de la necesidad de
tiempo libre, y por otra el reconocimiento de la existencia de una comunidad de
bienes, cuyo principal ámbito de materialización sería el espacio público.
El hecho de que el juego se haya convertido en clave para
entender las actividades serias no es una simple casualidad. El juego ha sido
tan sistemáticamente colonizado por los mismos que privatizaron y
mercantilizaron el espacio público que lo que hoy es legítimo es dudar de su
potencial revolucionario, y de las capacidades críticas de un discurso
ampliamente fagocitado por sus enemigos. Playgrounds
nos da la oportunidad de visualizar el desgaste de ese discurso y nos
obliga a reflexionar, no solamente acerca de qué sería hoy lo genuinamente
“revolucionario”, sino también sobre el significado de las relaciones entre
arte y política en un mundo como el nuestro, y en una coyuntura como la
presente. No vaya a ser que alguien piense que el arte es sólo un juego de
salón que los entendidos practican en los museos.
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