The planet of the pudding brains.
Daniel Canogar
Patricia Carbón Garzón
La mayor parte de la acción humana podría describirse
en una palabra. Destrucción. Y es que ya ha sido comprobado que, si desapareciéramos
de la faz del planeta de un día para otro, el funcionamiento de la naturaleza
seguiría su curso tranquilamente, como si nada hubiera pasado; adueñándose poco
a poco de un lugar del que antes era reina, y del que ahora sólo es esclava; purificando lo que hemos
contaminado; naturalizando lo que hemos materializado. Y, en cambio y en contra
de todo el egocentrismo humano –tan característico–, si desaparecieran las
hormigas el desequilibrio biológico resultante sería devastador para toda vida
tal y como la conocemos. No podemos equipararnos a las hormigas, señores. Y
vivimos pisándolas y espachurrándolas y desgarrándolas como si fuéramos
superiores a ellas.
(vivimos bajo el mando de personas que realmente se creen superiores a ellas y a todo ser viviente)
(vivimos bajo el mando de personas que realmente se creen superiores a ellas y a todo ser viviente)
Porque creemos en el progreso –porque nos han obligado a creer en él–. En ese móvil
artificial al que le ponemos alas invisibles, en ese objetivo idílico que nos
acerca al futuro soñado y del que cada vez estamos más lejos. Nos contentan fácilmente
alimentando nuestras cabezas con ‘’compra y gasta’’, como si nos fuera a volver
realmente felices la acumulación de objetos sin sentido; como si nuestro
cerebro creciera y evolucionara a cada nueva ganga comprada. A cada nueva
chatarra usada.
Chatarra. Ese es el aparente elemento con el que
Daniel Canogar ha trabajado en su nueva exposición, Small Data. Un título
significativo si comparamos las piezas reales de las que parte y su capacidad de acumulación de datos en
comparación con las nuevas tecnologías de la actualidad. Los primeros teléfonos,
impresoras y escáneres viejos, teclados antiguos y hasta piezas de gameboy
advance.
Este artista observó basura y visitó chatarrerías.
Quién sabe si con la intención de idear una imagen mental de todo lo que el ser
humano ha tirado a lo largo de la historia; sea como fuere, tuvo una idea. Y la
plasmó en una exposición que ahora mismo está en la galería Max Estrella, y que
ha sido observada en lugares tan
prestigiosos como Nueva York.
Los juegos de luces, proyecciones directas y
precisas (muy precisas) sobre cada una de las piezas, son aspectos de la
exposición que la caracterizan abiertamente. El espectador se ve envuelto en un
mundo paralelo donde lo que se consideraría desperdicio, cobra vida. Colores,
animaciones, dibujos. Incluso unos
mandos de televisión se disparan mutuamente y cambian de canal a cada disparo
certero. Consolas rotas que renacen de sus cenizas y esparcen personajes de la
pantalla; un excelente guiño a un tipo de comercio del videojuego que ha
marcado la infancia de muchos, tanto niños y mayores, y que ha llegado a
absorber tardes enteras apretando los mismos botones sin descanso.
La crítica
social existente es casi tangible –omitiendo el guiño a Mario, Samus y sus
compañeros que dota a la exposición de un lado amable y de una nostalgia más
emotiva–, pues hasta el sonido que rodeaba la estancia (puede que no
intencionadamente), recuerda a un aparato viejo, al que le cuesta arrancar y
funcionar debidamente. La exposición nos muestra que, lo que en un principio
era signo de progreso, avance y modernidad, ha acabado acumulándose en la
basura, como un objeto de usar y tirar más Sin valor, sin duración, miembro
honorífico de la obsolescencia programada.
Los avances tecnológicos son efímeros y cada vez
nos absorben más. Cada vez nos derriten más el cerebro, haciéndolo pudin de
ideas precocinadas y sosas, transformándonos, al igual que los móviles y los
ordenadores, en material más pequeño y ligero. Más cómodo.
Porque una humanidad con cerebros de pudin es más fácil
de manejar. Porque una humanidad que crea y destruye lo creado es más fácil de guiar
por el sendero de la perdición.
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