lunes, 29 de septiembre de 2014

The planet of the pudding brains.
Daniel Canogar
Patricia Carbón Garzón

La mayor parte de la acción humana podría describirse en una palabra. Destrucción. Y es que ya ha sido comprobado que, si desapareciéramos de la faz del planeta de un día para otro, el funcionamiento de la naturaleza seguiría su curso tranquilamente, como si nada hubiera pasado; adueñándose poco a poco de un lugar del que antes era reina, y del que ahora sólo es esclava; purificando lo que hemos contaminado; naturalizando lo que hemos materializado. Y, en cambio y en contra de todo el egocentrismo humano –tan característico–, si desaparecieran las hormigas el desequilibrio biológico resultante sería devastador para toda vida tal y como la conocemos. No podemos equipararnos a las hormigas, señores. Y vivimos pisándolas y espachurrándolas y desgarrándolas como si fuéramos superiores a ellas.

(vivimos bajo el mando de personas que realmente se creen superiores a ellas y a todo ser viviente)

Porque creemos en el progreso –porque nos han obligado a creer en él–. En ese móvil artificial al que le ponemos alas invisibles, en ese objetivo idílico que nos acerca al futuro soñado y del que cada vez estamos más lejos. Nos contentan fácilmente alimentando nuestras cabezas con ‘’compra y gasta’’, como si nos fuera a volver realmente felices la acumulación de objetos sin sentido; como si nuestro cerebro creciera y evolucionara a cada nueva ganga comprada. A cada nueva chatarra usada.

Chatarra. Ese es el aparente elemento con el que Daniel Canogar ha trabajado en su nueva exposición, Small Data. Un título significativo si comparamos las piezas reales de las que parte y  su capacidad de acumulación de datos en comparación con las nuevas tecnologías de la actualidad. Los primeros teléfonos, impresoras y escáneres viejos, teclados antiguos y hasta piezas de gameboy advance.
Este artista observó basura y visitó chatarrerías. Quién sabe si con la intención de idear una imagen mental de todo lo que el ser humano ha tirado a lo largo de la historia; sea como fuere, tuvo una idea. Y la plasmó en una exposición que ahora mismo está en la galería Max Estrella, y que ha sido observada  en lugares tan prestigiosos como Nueva York.

Los juegos de luces, proyecciones directas y precisas (muy precisas) sobre cada una de las piezas, son aspectos de la exposición que la caracterizan abiertamente. El espectador se ve envuelto en un mundo paralelo donde lo que se consideraría desperdicio, cobra vida. Colores, animaciones, dibujos.  Incluso unos mandos de televisión se disparan mutuamente y cambian de canal a cada disparo certero. Consolas rotas que renacen de sus cenizas y esparcen personajes de la pantalla; un excelente guiño a un tipo de comercio del videojuego que ha marcado la infancia de muchos, tanto niños y mayores, y que ha llegado a absorber tardes enteras apretando los mismos botones sin descanso.

 La crítica social existente es casi tangible –omitiendo el guiño a Mario, Samus y sus compañeros que dota a la exposición de un lado amable y de una nostalgia más emotiva–, pues hasta el sonido que rodeaba la estancia (puede que no intencionadamente), recuerda a un aparato viejo, al que le cuesta arrancar y funcionar debidamente. La exposición nos muestra que, lo que en un principio era signo de progreso, avance y modernidad, ha acabado acumulándose en la basura, como un objeto de usar y tirar más Sin valor, sin duración, miembro honorífico de la obsolescencia programada.

Los avances tecnológicos son efímeros y cada vez nos absorben más. Cada vez nos derriten más el cerebro, haciéndolo pudin de ideas precocinadas y sosas, transformándonos, al igual que los móviles y los ordenadores, en material más pequeño y ligero. Más cómodo.
 Porque una humanidad con cerebros de pudin es más fácil de manejar. Porque una humanidad que crea y destruye lo creado es más fácil de guiar por el sendero de la perdición. 

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